De una zancalada,
como si hubiese contado los pasos
que tenía que dar
antes de subirse al autobús,
se dispuso en el rincón más espacioso
que quedaba entre toda la gente.
Recto, erguido y con semblante serio
apretaba los puños
estrujando sus guantes de piel
negro azabache.
Su barba no era tan rubia
como el pelo que asomaba sutilmente
por debajo de su gorro de lana.
Parpadear una media de doscientos
por segundo seguro que es buena
contabilización.
En ocasiones movía los dedos,
no excesivamente para no mover su parca.
Creo recordar que no vi ni un solo segundo
sus dientes, posiblemente
blanquecinos.